La Guerra Civil de 1891 fue un conflicto armado fratricida que dividió al país entre enero y septiembre de ese año, entre quienes apoyaron al presidente José Manuel Balmaceda y sus opositores, los congresistas. Terminó con la victoria de las fuerzas antibalmacedistas y costó la vida de cerca de diez mil personas. Entre las situaciones más lamentables que trajo consigo, también se cuentan el horrendo saqueo de los hogares de los vencidos, el destierro al extranjero de familias enteras y el suicidio del Gobernante. Considerando lo complejo de todo ese proceso que afectó a hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños, llama la atención la escasez de estudios que muestren el rol de las chilenas en la guerra, las que participaron financiando tropas, ayudando a ocultarse a personas en sus hogares, sufriendo por sus esposos, hijos, hermanos y padres que marcharon a la contienda, actuando como mensajeras, recibiendo en sus cantinas y restaurantes a los soldados y altos mandos en el Norte, socorriendo a los heridos de las batallas de Concón y Placilla y escribiendo bajo seudónimos en periódicos dirigidos a un público popular como La Pimienta, en los meses previos a la guerra.
Juana Ross es probablemente la chilena más recordada a la hora de comentar el tema. La escritora Carmen Valle (seudónimo de Blanca Subercaseaux), cuenta como esa mujer mantuvo una importante participación en él, primero informando por carta a su hermano Agustín (agente en Londres de la Junta de Gobierno en Iquique) sobre lo que sucedía en Chile y solicitándole ayuda para algunos de los desterrados por la causa congresista en Europa. Además, ya finalizada la contienda, se preocupó del destino de los soldados donando una suma importante de dinero para ellos. No obstante, su nombre también evoca uno de los hechos más polémicos del momento: su supuesta injerencia en el intento de atentado a las torpederas Lynch y Condell y al transporte Imperial, únicos barcos que conformaban el poder naval de los balmacedistas, confusa circunstancia que le costó la vida a Ricardo Cumming quien fue fusilado.
Por su parte, en sus memorias, Martina Barros,esposa de Augusto Orrego, se refiere a los congresistas refugiados en las casas de las mujeres de la elite: su propio hogar, en el que se encontraba sola junto a sus cinco hijos, fue allanado un par de veces. Tan amargas habrían sido las circunstancias que escribió: “Desde el fondo de mi alma, desde lo más hondo de mi ser ruego a Dios que mis nietos y bisnietos no presencien otra guerra civil, que no pasen por las horas de angustia y de dolor que todos pasamos con la revolución del 91”.
Similar experiencia es narrada por Antonia del Campo, quien viajó con su hermana Sara y su cuñado Pedro Montt a Europa después de la guerra. En una entrevista con la periodista Patricia Morgan en los años cuarenta, comentó que se fueron para olvidar los horrores de la revolución, según ella, “lo más horrendo que presenciaron sus ojos”. Vio caer muertos, saqueos, un pueblo enfurecido, incendios. Sus hermanos Manuel y Enrique eran balmacedistas y alcanzaron a esconderse, mientras las mujeres vivían días de tremendas inquietudes.
Así, observando las múltiples situaciones que afectaron directamente a las chilenas de la elite, de los sectores medios y populares antes, durante y después del conflicto, resulta necesario volver a mirar el tema pero considerando a todos los actores que realmente participaron en el mismo.