Pareciera que soberanía y cuerpo son palabras que no van juntas, dado que la soberanía es un constructo esencialmente político que alude al dominio sobre el territorio de un pueblo o nación, y generalmente no está referido a nuestro cuerpo. Sin embargo, la soberanía corporal es un desafío a adueñarnos, habitar y amar nuestro propio cuerpo. En los últimos 20 años las mujeres chilenas hemos aumentado el nivel consciencia en relación nuestros cuerpos, identificando con ello que generalmente son administrados y exigidos desde fuera, por presiones sociales e históricas que nos dicen que debemos alcanzar ciertos estándares de perfección corporal, cabe recalcar que dichos cánones, son siempre transitorios y relativos, ya que dependen de las diferentes formas en se miden y catalogan, las que – por cierto- cambian de época en época, pero manteniendo la exigencia de que debemos encajar en un molde pre-establecido.
A lo anterior, se suman las exigencias de los diferentes roles sociales femeninos, lo que nos genera entrar en una disociación entre nuestra psiquis y nuestro cuerpo, caracterizada por una distancia o desconocimiento de nuestra corporalidad, de nuestros ritmos vitales, de nuestras señales corporales, que van silenciadas por nuestro quehacer diario, no incluidas en las metas que nos ponemos y subyugadas a nuestras exigencias. ¿Para qué? entre otras cosas, para trabajar sin parar como si no fuésemos mujeres cíclicas, para rendir omitiendo que somos cuerpos maternantes, auto-negándonos el descanso que nos pide nuestro sistema circadiano y tantas otras muestras de desconexión con nuestro cuerpo.
En otras palabras, se nos pide que corramos sin piernas, exigidas como si no necesitáramos un cuerpo para hacerlo.
Hemos abandonado la conexión con la sabiduría del cuerpo, que nos muestra donde se van alojando los desamores, las humillaciones, los miedos, etc., este cuerpo que nos permite abrazar, acunar, sentir placer, comer. Este vehículo humano siempre se orienta hacia la vida, sin embargo, nosotras no lo leemos, no escuchamos sus susurros y muchas veces no disfrutamos del milagro de la vida que portamos, que se evidencia por ejemplo, en nuestro sincronizado ritmo cardiaco, en nuestra sutil y perfecta respiración, en fin, en las pequeñas y grandes muestras de que poseemos un sistema viviente para gozar, desde nuestras particulares condiciones corporales.
Por lo anterior, me parece que una de las revoluciones femeninas más grande es ser dueña y cuidadora de nuestro propio cuerpo, amante de nuestras formas, de nuestros colores, olores y sentires, gestoras de nuestro placer sensitivo, de nuestro disfrute, atentas al lenguaje de nuestros ritmos biológicos y a nuestra naturaleza cíclica, que lejos de ser un peso, es una oportunidad para anclarnos a la vida que es también cíclica y cambiante, que nos recuerda que estamos hechas del mismo material que el resto del planeta en que vivimos. Al reconectarnos con esa sabiduría más profunda y latente, no habrá nadie ni nada que pueda con esa conciencia, aún cuando estemos bajo muchos tipos de presiones y violencias (íntimas o estructurales), podremos escuchar nuestra voz, darla a conocer, quizá hasta luchar por ella y podremos orientarnos siempre a vivir bajo nuestras reglas, habitando nuestro cuerpo como soberanas de un territorio infinito, luminoso y poderoso.