El suicidio de una funcionaria en el Ministerio de Hacienda es mucho más que una tragedia personal. Es el resultado más doloroso de un sistema que sigue fallando en proteger la dignidad de quienes trabajan en él. Esta muerte nos golpea en lo más profundo porque, otra vez, somos las mujeres quienes enfrentamos las consecuencias más brutales de un sistema de desigualdad que se reproduce de forma dramática y violenta en el interior de las organizaciones laborales.
El acoso laboral afecta a hombres y mujeres, pero las estadísticas son claras: somos las mujeres quienes somos acosadas con mayor frecuencia. La violencia de género no solo está presente en las calles o los hogares; también se manifiesta en los espacios de trabajo, especialmente en aquellos donde las jerarquías de poder se utilizan como herramientas de control y maltrato. Esta desigualdad estructural convierte a las mujeres en el blanco preferido del abuso, perpetuando una dinámica de violencia que parece no tener fin.
Desde hace años, he trabajado en diversos servicios públicos apoyando la implementación de procedimientos y protocolos para prevenir, investigar y sancionar el acoso laboral. Sin embargo, si hay algo que se repite en la mayoría de las capacitaciones, es la incredulidad y desconfianza de los funcionarios y funcionarias públicas cuando explico lo que se debe hacer. Hay una cultura del silencio. Hay una cultura del abuso. Y estas culturas, profundamente arraigadas, hacen que los protocolos, por más bien diseñados que estén, no sean efectivos.
Esto no es compatible con el servicio público. Ser funcionario o funcionaria pública no es solo cumplir con tareas administrativas, es asumir un compromiso ético con la ciudadanía y con los/as compañeros/as de trabajo. Y cuando se tolera o se guarda silencio frente al acoso laboral, se traicionan los principios fundamentales de la administración pública.
Es urgente que entendamos que el Estado no es cualquier empleador. La administración pública tiene la obligación de ser ejemplo de justicia y probidad, no un espacio donde el abuso se normalice. El acoso laboral no solo es un problema ético; es una violación al deber de probidad y a la responsabilidad administrativa que recae sobre quienes trabajan al servicio del país.
Por eso, esta tragedia debe ser un llamado de atención contundente:
- Romper con la cultura del silencio. Cada funcionario y funcionaria pública tiene la obligación ética y administrativa de denunciar cualquier acto de acoso laboral. Guardar silencio perpetúa el abuso y convierte a los testigos en cómplices.
- Garantizar que los protocolos funcionen. Las instituciones deben asegurar que las denuncias sean investigadas con seriedad, proteger a las víctimas y sancionar con severidad a quienes perpetúan el acoso.
- Abordar la desigualdad de género como un eje central. No podemos seguir ignorando que las mujeres somos las más afectadas por estas dinámicas de abuso, y que cualquier solución real debe incluir una perspectiva de género.
- Reforzar la ética del servicio público. Ser parte de la administración pública no es un privilegio; es una responsabilidad que exige actuar con los más altos estándares de probidad y respeto.
El suicidio de esta funcionaria no puede ser olvidado en una semana. Es un grito de auxilio que nos recuerda que el cambio no vendrá solo de los protocolos, sino de una transformación cultural que debe comenzar en cada una de las reparticiones de la administración pública.
Otra vez somos las mujeres quienes enfrentamos las peores consecuencias. Otra vez somos nosotras quienes debemos gritar para que se escuchen nuestras denuncias. Otra vez somos nosotras quienes cargamos con el peso de un sistema que nos violenta y nos silencia.
¿Cuántas más? Ni una más.
Por Carola Naranjo Inostroza. Especialista en género y políticas públicas, académica universitaria. Doctora © en Psicología. Directora Ejecutiva Consultora Etnográfica.