Por María Belén Bravo Oyaneder, abogada en derechos humanos.
El asesinato de Sara Millerey en Colombia no es un caso aislado. Es parte de una violencia que se repite en distintos países, con la misma raíz: la transfobia estructural. Cuando el asesinato de una mujer trans no conmueve a un país, algo está fallando. Y nos obliga a mirar también lo que ocurre en Chile.
América Latina sigue siendo la región más letal para personas trans. Solo entre octubre de 2023 y septiembre de 2024, se registraron al menos 255 asesinatos, según Transgender Europe (TGEU). Las cifras no alcanzan a mostrar la dimensión de esta violencia. Porque no es solo física. Es simbólica, institucional y cotidiana. Comienza en la infancia, con el rechazo, el silencio, el bullying. Se expresa en la expulsión de los sistemas de salud, de educación, del trabajo. Y muchas veces termina con la muerte.
En Chile, el proyecto que busca modificar la Ley Antidiscriminación (actualmente en Comisión Mixta) propone avances: reparación, sanciones más claras, y prohibición de las mal llamadas terapias reparativas. Sin embargo, sectores conservadores insisten en bloquear derechos usando argumentos ideológicos.
Lo vimos también con la reciente decisión del Tribunal Constitucional que, pese a rechazar la prohibición del financiamiento público de tratamientos hormonales para niñez y adolescencia trans, expuso una narrativa política que pone en riesgo derechos ya reconocidos.
Sara fue asesinada por ser quien era. Hablar de justicia para las personas trans no es ideología: es una exigencia jurídica, ética y humana. En un país donde se debate si avanzar o retroceder, este crimen recuerda que no hablamos de textos legales, sino de vidas concretas.
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